Si echo la vista atrás, hasta la última entrada de este blog,
tengo que retroceder exactamente un año, y eso asusta, porque han pasado
muchísimas cosas desde que plasmé por última vez mis pensamientos en este “muro”
virtual. Indudablemente, las preguntas que me rondan la cabeza son infinitas,
no sabría por dónde empezar, y si tuviera algo que decir sería que no quiero
pensar más. El año 2016 voy a recordarlo siempre como un año de luces y
sombras, un año en el que han pasado cosas buenas, pero que también ha tenido
su dosis, más pronunciada que de costumbre, de momentos en los que el pánico o
el miedo se han apoderado de mí, y eso es algo que me sorprende, porque creía
que, en el ámbito que me estoy refiriendo, nada podría romperme los esquemas. Me
equivoqué. Piensas que sabes de un tema, y llega algo y te trastoca
completamente los planes, dejándote sin ningún margen de maniobra, y sin saber
cómo reaccionar ante un proyecto que afrontabas con la mayor de las ilusiones. Reconozco
que, mirando en las dos entradas que publiqué el año pasado, todo vuelve a la
palestra y se hace más aplicable que nunca a lo que me ha podido pasar, y,
aunque me alegra tener “razón”, jamás quise, en este tema, estar en lo cierto. Es
una sensación rara, a la que apenas puedo poner palabras, porque las he gastado
todas en un infructuoso intento de… nada.
Todo, de un día para otro, puede pasar de parecer tan real, tan
auténtico, tan único, a un verdadero fracaso, una debacle sin precedentes, una
desilusión digna de leerse con letras mayúsculas. Espero que me perdonéis la
teatralidad, el drama añadido, pero necesito plasmarlo en estas líneas tal y
como me viene de dentro, y prefiero no contenerme.
Quién me iba a decir que experimentaría, casi a modo de karma, la
misma situación dos veces en un mismo año, una desde una posición, y la otra
desde la opuesta, no resultándome ninguna, os lo puedo asegurar, agradable. Una
buena dosis de mi propia medicina, podríamos decir, aun así. Este año que ha
terminado ha estado cargado de momentos vitales para mí, momentos que he vivido
por primera vez, y que conforme pasaban pensé que serían el preludio y la base
de algo grande, pero sorprendentemente no vi venir el fracaso, y me caí con
todo el equipo. Reconozco que desconecté, puse el piloto automático, y no
controlé ni siquiera las turbulencias, y el avión terminó estrellándose. Recogí
hace poco los restos de lo que quedaba del Juan del 2015 y de principios de
2016, y me puse a reconstruir. Es difícil hacerme mi propia autopsia, y no sé
si estoy muerto del golpe al estrellarme contra el suelo, o del
agotamiento del tiempo cayendo sin poder evitarlo.
Ahora las cosas parece que vuelven a su cauce, sé que apenas ha
pasado tiempo y, sobre todo, aún no sé cómo pudo caer ese rayo y no verlo. No
dejo de preguntarme lo mismo que muchos hacen: “¿qué hice mal?”, “¿qué pudo
fallar?”, ¿saldré de esta?”. Desgraciadamente, he mirado tanto tiempo dentro de mí que
me he olvidado de que los aviones tienen, como mínimo, dos motores, y que en
algo que es de dos son ambas alas las que tienen que funcionar. Resulta
extraño haber tratado de pilotar un avión con solamente un ala,
porque es imposible llegar a ningún lado. Encontré, el día que ese avión
ficticio se estrelló, la respuesta que menos me gustó, pero que me ayudaría a superar este episodio, enterrar los restos y dar por cerrado este “siniestro”. Ahora
solo espero que pase el tiempo, volver a recomponerme, y ser feliz…
algún día.