Hola. Qué buen tema para volver.
Siempre es agradable reflexionar y sacar el
lado filosófico.
Empecemos.
“La realidad es que…”, se dice. No lo dices
tú, lo dice todo el mundo. Parece que existe una realidad para cada persona, o
que cada persona interpreta la realidad. Nos acomodamos a una vida en la que
las cosas son como queremos verlas, y no como deben ser. Y yo soy el primero en reconocerlo. A veces uno es responsable de algo pero siempre lo traslada a los demás, utilizando razonamientos complejos que, en la realidad en la
que uno se mueve, son creíbles.
Con estos comportamientos, muchas veces rompemos los lazos inocentes
que se crean entre las personas. Unos lazos que, si ya de normal es difícil que se
creen, tienden a esconderse si ven que los rompen sin piedad. Evolucionan y se ocultan hasta que ven el terreno lo suficientemente seguro como para establecerse entre dos extremos. Pero, si construimos realidades paralelas, no harán sino desvanecerse
a la primera de cambio, para quizás nunca más regresar.
Estamos tan acostumbrados a esquivar la
responsabilidad, a escudarnos en lo que creemos que hacemos bien, que perdemos
la perspectiva, la objetividad, y la capacidad para reconocer nuestros errores.
Ocurre en todos los aspectos de la vida de
una persona. El familiar, el profesional, el personal… Este virus nos ha ganado
la partida, y nos ha vuelto turbios, como el agua en un día de tormenta. No hay
claridad en los ojos de quien miras cuando hablas. Lo parece, porque queramos o
no, hay seguridad en la mirada, en ese espejo del alma. Yo oigo a la gente hablar de temas de los que
discrepo, pero lo dicen con tanta seguridad que tienes que creer a pies
juntillas lo que te están contando.
Bien nos vendría una ducha de agua fría para
que el cerebro empezase a pensar con más lentitud. Experimentar la sensación de
querer justificar un acto erróneo es muy gratificante (que no reconfortante), como también puede serlo
cualquier tipo de comida basura. Pero, al igual que con esta última, la primera
deja un poso negativo: cada vez que aceptamos guiarnos por la realidad
desvirtuada, nuestro corazón se vuelve un poco más pequeño. Se nos llena de
suciedad, y los primeros huecos que caen son los de la sinceridad y la
transparencia.
Pierdes lo poco que te quedaba de la
infancia, de ese estado inocente, puro, y sin vicios. Cuando eres un niño, eres capaz
de tener tu propia forma de ser, y cuando ves que los mayores hacen las cosas
mal, lo identificas, no lo comprendes, y sigues haciendo las cosas bien. Porque
no entiendes. Entender, muchas veces, es un arma de doble filo. Nos sirve para
madurar, pero en más de una ocasión esa madurez viene con un parásito, que es
la maldad. Una maldad a caballo entre la inevitabilidad y la posibilidad de
expulsarla de nuestro interior. Porque es posible ser sincero, si uno quiere. Y no es culpa de nadie más que de uno mismo el
no poner los medios para sacarla fuera. Porque decides recurrir a la mentira,
al autoengaño, y a la perspectiva subjetiva de una "realidad" para evitarte los
remordimientos, o para justificar conductas equivocadas, como decía antes.
Y es que atrae. Nadie lo pone en duda. Todo lo
malo, por definición, atrae.
Pero está en nosotros mismos el recuperar el
dominio de nuestra mente, y de nuestro corazón. Cerrar las puertas a “mi” realidad, y abrirnos a un
mundo donde reconocer los errores, pedir perdón, sincerarse… sean la base para
un mundo mucho mejor.
Y se puede.Construir puentes sólidos entre personas.
Lo espero con muchas ganas, porque solo tiene consecuencias positivas.
Pero, desde mi realidad, no se quiere.